Caminaba por la avenida Wheelwright con el viento del río dándole en la cara, estaba un poco desabrigada para los quince grados que hacía y el viento del este, sin embargo, no le preocupaba nada de esto, algo de sol quedaba aún cuando dobló por el Boulevard hacia el centro. Ahora el viento le daba una tregua a sus mejillas redondas y rosadas. No es que ella fuese de piel rosada, todo lo contrario, era de una palidez inusitada, el motivo de que sus mejillas estuviesen rosadas era la emoción, el placer, la alegría que sentía en su interior. "¿Cuánto tiempo?¿Dos años?"No, más..." No recordaba con precisión cuándo había sido la última vez que se había sentido tan feliz o, mejor dicho, que la habían hecho sentir así, especial, única. La sangre le corría por las venas ejerciendo una presión casi peligrosa, inundándole hasta los más ínfimos capilares, inflamándolos, y por eso sus mejillas estaban ahora rosadas.
No miró el samáforo, cruzó calle Salta como quien anda en el living de su casa, tuvo suerte de que los autos recién hubiesen arrancado al dar luz verde, dándole tiempo de completar esos veinticinco metros de asfalto y suicidio posible. ¿Qué importaba?, era la mujer más feliz de la ciudad y si su vida terminaba allí, sobre las bandas blancas de la senda peatonal, no le preocupaba, hacía media hora había alcanzado la cúspide de sus días y podía terminar tranquilamente su vida allí. No fue así. A Romina Díaz aún le esperaban largos días y grandes pesares, pero eso no es lo que aquí importa.
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