sábado, 5 de diciembre de 2015

Alejandro

Uno nunca está preparado para recibir a su primer hijo. En nuestro caso lo fuimos postergando esperando las circunstancias perfectas que, por supuesto, nunca llegaron. En fin, allá por marzo decidimos buscarlo y el universo estuvo de acuerdo: para nuestro aniversario de casados, primero sospechamos y luego, tuvimos la certeza de que venía en camino nuestro primer hijo.

La debutante madre enseguida se enamoró de la idea, de la panza, de lo que venía... Y yo también, recuerdo las palpitaciones del día que salí corriendo a media mañana del trabajo para llegar a tiempo a la primera ecografía. Nueve milímetros, ¿se dan cuenta cuánto es ese tamaño? Ese era Alejandro y multiplicado por mil, mi impacto al escuchar los latidos de un increíble corazoncito ahí en medio de esa manchita que se veía en la pantalla. ¿Cómo podía haber allí un corazón tan fuerte?
Después siguieron otras ecografías en las que empezaron a aparecer claros brazos, piernas, una nariz clarísima. Un embarazo ideal para mi esposa. No hubo náuseas, mareos; solo algo de cansancio. Pudimos darnos el gusto de pasear, con Ale en su panza, por la Mesopotamia argentina...

Sin embargo, el séptimo mes trajo nubes, lluvias y tormentas. No podía ser todo ideal. La mamá lo descubrió enseguida, yo no quería que se preocupase pero, no hay vuelta que darle, lo que llaman instinto materno, existe de verdad. ¿Qué fue lo que hizo que Alejandrito dejara de crecer en ese útero que estaba en buenas condiciones? No lo sabemos y tal vez no lo sepamos nunca. El médico con cara de preocupado nos dijo que no nos preocupemos. Cómo le decís a una madre que su bebé no está perfecto sin que se preocupe. Fueron dos semanas terribles, de inmensa expectativa al entrar al consultorio, de que hubiese crecido un poquito, y terrible desazón al salir, sabiendo que no se había movido un milímetro de lo que tenía dos días antes. Cordón bien, líquido bien, signos vitales bien, placenta bien pero ni un milímetro de crecimiento. ¿Saben lo que lloró esa madre y la impotencia de este padre tratando de pintar de rosa algo que era gris? ¿Saben mi angustia doble por no saber qué pasaba con el bebé y por tratar de contenerla? Triple, por no saber cómo mostrarme fuerte, positivo, para sostenernos a los tres y no derrumbarnos estrepitosamente. Todo lo que necesité y no pude o no quise llorar...

Fue un miércoles a la tarde en que lo esperamos al médico hasta las dos mil horas, con las mismas noticias pero con el último puñal: "mañana a las siete de la tarde ya tenés reservado el quirófano" hay que sacarlo". Treinta y cuatro semanas. Un bebé se considera de término a partir de las treinta y siete. La escena de siempre, del llanto, de la angustia, magnificada. Todas las ilusiones de un parto idílico se iban por la borda, le iban a sacar a nuestro bebé del útero. "Pensalo de esta forma: mañana vas a conocer a Alejandro" dijo el médico, y así iba a ser.

Jueves 19 de noviembre, día de tormenta, abuelas viajando desde Rosario, demoras en los transportes... No sé muy bien por qué pero veo en la lluvia un buen augurio. En general no lo digo, lo atesoro como mi talismán. La mayoría de las buenas cosas, grandes o pequeñas, que me han pasado, sucedieron en días de lluvia fiera. Esta no iba a ser la excepción. Al margen de los insultos en el tránsito, hasta me bajé del auto para decirle a los gritos a alguien que dejara de bloquear la calle, las cosas iban a salir bien. Habitación, internación, abuelas, ropa de quirófano. Cuando llegué, ella ya estaba en la camilla con peridural y en plena operación. La partera me pidió que la agarre de la mano.

"Ya viene" dijo el médico y nuestras manos se apretaron, o yo se la apreté porque escuché el llanto, pequeño. Permítaseme esta lágrima que se me cae mientras escribo. Bajaron el telón y ahí estaba él, Alejandro, con unos ojos enormes, abiertos como si quisiera atrapar toda la luz con ellos. Llorando. Pequeño. Hermoso. Lo acercaron a la mamá para que lo besara. "¿Viste que está todo bien?" Le dije como si fuese obvio que así iba a ser, como si nada de la angustia de los días anteriores hubiese existido. "Es hermoso, amor, está muy bien". Ella me sonrió, a pesar de la incomodidad de la posición en la cama del quirófano. Me llevaron a la sala de recepción con él, le pintaron el piecito para estamparlo en el certificado de nacimiento. ¿Se dan una idea del tamaño de ese pie? Del tamaño de mi dedo pulgar, que no es muy grande. Lo pesaron, apenas un kilo trescientos diez, treinta y seis centímetros, pero de plena vida, de ojos enormes, y manitos fuertes que agarraron a la instrumentista y no la soltaban, que no dejaban a la enfermera ponerle una venda. Me lo dieron en brazos. Pucha, me emociono de nuevo cuando lo escribo. Imagino mi cara... O no, no me la imagino porque nunca tuve otro momento así. Lo llevé hasta la incubadora y volví con mi esposa mientras terminaban de suturar. "Es hermoso mi amor, está muy bien, está muy bien".
Ahora se dedica a crecer en la incubadora. Requiere mucho de nosotros que dormimos poco, vamos y venimos a la clínica pero todo esfuerzo es nada por él, que nos hizo sufrir un poquito pero nos enamora tanto cada momento, cuando lo tenemos en brazos, cuando lo cambiamos, cuando llora o se chupa el dedo... Nunca estamos preparados para recibir nuestro primer hijo pero cuando llega, el mundo no importa más, tu mundo es otro para siempre.

1 comentario:

  1. Muy linda crónica Martín felicidades a los dos, recién conocemos del nacimiento de Alejandro estábamos de viajes desde el 17 de noviembre.
    Tu hijo se llama como mi nieto menor que cumple 6 años el próximo 7 de febrero. Como tu dices "nunca estamos preparados para recibir nuestro primer hijo" con ello comienza un curso superior para el cual no hay tiempo pero que debemos de rendir a diario que solo se logra aprobar con mucho amor y entrega a esa tarea de prepara un hombre nuevo para la vida.

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