Mi relación con la literatura últimamente es conflictiva. Como en todo romance ocurre, de vez en vez aparece una crisis. Esta crisis, sin embargo, es unilateral. A las letras les da igual que yo las lea o las escriba, las ordene o las desordene. En cambio, yo me siento vil por dejarlas ahí abandonadas, esperando que mi pereza se canse de entretenerme y, al fin, me permita sentarme a poner por escrito todo lo que hay en mi cabeza: la ya famosa novela que intento, cuya concreción resulta asintótica; varios cuentos que aún no son más que un título y algunos personajes con o sin nombre; algún que otro ensayo...
Lo mismo ocurre con la lectura, los libros se acumulan en mi mesa de luz pero los señaladores están siempre descansando en las mismas páginas: Alexiei Karenina aún se debate sobre los pasos a seguir con su esposa desde hace meses; Morel aún no inventó nada; el dólar y la economía siguen por la mano correcta; etc...
¿Cuál es el motivo? Ya lo dije: la pereza. Pero, en realidad, no es la pereza por sí misma sino la necesidad de descansar de esa vorágine que me contiene, me retiene y no me deja respiro, que es mi vida. Entonces, cuando tengo unos momentos, sólo quiero hundirme en el sofá a escuchar música y no pensar en nada de nada. Y mientras me arrellano en los mullidos almohadones me vienen a la cabeza nuevas ideas o diferentes vueltas de tuerca para la resolución de los conflictos ficticios de mis personajes... Todas ideas que terminan condenadas a vagar en mi memoria cuando no, perderse. Si tan solo pudiera registrar mis pensamientos directamente...
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