jueves, 21 de febrero de 2013

El colombiano

Uno se acostumbra muy rápido al auto. De repente, un descuido, una banquina y dos volantazos son los artífices de un vuelco que te deja a pie otra vez. Si, ya sé: lo importante es que Erica y yo estamos bien. Lo sé y agradezco a quien corresponda por ello.
El tema es que uno se queda sin auto y vuelve a enfrentarse a las delicias del transporte público; vuelve a los bondis, los trenes, los subtes. Algún que otro taxi.
Podría contar cuatro anécdotas, una de cada transporte, ocurridas en estos días. El tachero que maneja como un criminal y te lleva cual si estuviese corriendo el TC2000, el tren que está demasiado cargado y no puede seguir andando justo cuando venís desde retiro con el bolso y la conservadora que habías mandado por encomienda porque ya no tenías auto en que llevarlos...


Sin ir más lejos, esta mañana, el forro del 130 verde que se hizo el que no me vio y siguió de largo... A mi no me gusta desearle el mal a la gente, casi nunca lo hago, pero este señor hacía que mi feriado en conmemoración de la Batalla de Salta empezara de una manera aciaga. Mi esposa lo había empezado peor, es cierto: tener que levantarse temprano e ir a la oficina a hacer nada porque su jefe informa a todos que la oficina no abre los feriados es por demás irritante. Justamente por eso, para alivianarle el mal trago, los feriados acostumbro ir a almorzar con ella y quedarme a pasar la tarde.
Gracias a la maravilla de la administración macrista, entre otras cosas, el flamante paso bajo nivel de Manuela Pedraza y las vías del Ferrocarril Mitre ramal Tigre no llegó a cumplir un año sin que tuvieran que clausurarlo para hacerle vaya a saber qué reparación. "Mejor" pensé yo, "ahora el 130 verde vuelve a pasar por la esquina de casa y me deja en la esquina del laburo y cerca del de Eri". Así fue la semana pasada. Hoy no. El "muchachito" éste decidió que, los feriados, el 130 verde para sólo donde a él se le canta el forro del orto y no me paró. Yo que ya venía un poco atrasado y que lo había estado esperando quince minutos por no caminar hasta Cabildo a tomar el 60, ramal 38, me acordé de toda su parentela.
Por Whatsapp Eri me dijo que no me preocupara por el horario. Respiré hondo, caminé hasta Cabildo y, en un ataque de iluminación, dejé pasar el 59, que me servía pero da muchas vueltas, para tomar el 38 que, milagrosamente, venía atrás.
Yo iba a hablar de un colombiano pero ya veo que me fui por las ramas, como siempre. Trataré de encaminar la historia hacia ahí. A la tarde vimos videos graciosos en YouTube porque Eri no tenía nada mejor que hacer -¿no es mejor hacer nada en casa de uno aunque no le paguen doble por el feriado? ¿no vale mucho más que las horas al 100% el tiempo que es para uno?- A las cinco y media nos despedimos porque tenía que ir a mi clase de Canto.
Otra vez añoré el auto cuando empezaron a caer las primeras gotas y el 110 no aparecía. Finalmente llegó. En más de una esquina tuve miedo de salir despedido por una ventana pero llegué a destino entero, aunque con algunas gotas sobre la capucha del jogging. Tomé una lágrima en el bar de Marechal y Ferrari y me fui a la clase.
Conversamos con Presta sobre las vacaciones, el auto y lo que de él quedó. Luego hubo una clase muy técnica acerca de la relación entre la articulación de la mandíbula y el movimiento de la lengua y su importancia en la diferenciación del sonido para cada una de las vocales. Para cerrar la clase canté Mundo Feliz y Naranjo en Flor: dos clásicos de mi repertorio.
Al salir, lloviznaba. Decidí que el 15 iba a tardar demasiado en llevarme a casa y, además, iba a tener que caminar bajo la lluvia al bajarme. Preferí apurarme hasta la estación Malabia del subte B. Me puse auriculares, tenía unos tangos que me había pasado mi hermana, cantados por Guillermo Fernández y, como después de canto me pongo medio tanguero, decidí que los iba a escuchar. Viajé sentado hasta Carlos Pellegrini donde combiné con la línea D, en la que también conseguí lugar para sentarme. El feriado lluvioso era el artífice de tal milagro: no había tanta gente moviéndose por la ciudad y había asientos libres en los vagones.
Un muchacho alto, delgado, con algunos granos en su cara bien afeitada y el pelo muy cortito se quedó parado delante de las puertas con actitud espectante; se lo notaba algo nervioso. En mis auriculares, "Guillermito" Fernández imploraba "Dame una razón para olvidarte". Sonó la chicharra y se cerraron las puertas; la formación empezó a recorrer las vías con rumbo a Congreso de Tucumán. El tipo que se había sentado al lado mío destilaba olor a vino. Por un momento pensé en moverme de asiento. Después me conformé con girar la cabeza para el otro lado y tomar un aire menos etílico.
"Buenas tardes" se presentó el flaco parado delante de la puerta. Si bien yo podía escuchar solo fragmentos de lo que decía, algo me llamó la atención y me quedé observándolo. Le veía mover los labios y se notaba que estaba muy nervioso. De lo que se filtraba a mis oídos entre los compases del tango le escuché decir que era de Colombia, que estudiaba Comunicación Social en la UBA, que vivía en Palermo y que había trabajado en algún lugar -que no llegué a registrar- pero que hacía dos días había cerrado y él se había quedado sin trabajo.
Mientras el colombiano contaba su desventura, repentinamente se cortó el dos por cuatro para cambiar por los cuatro cuartos de la suite número uno de Bach para chelo, pieza que tengo como sonido para las llamadas en mi celular. Me puse nervioso porque cuando me llaman y estoy con los auriculares, para poder atender, tengo que desconectarlos ya que no uso los que tienen micrófono incorporado, esos no me entran en las orejas. Cuando logré desenredarme del cable de los auriculares, sacar el teléfono del bolsillo, desconectarle la ficha, sacarme el audífono de la oreja derecha y, finalmente, atender, descubrí que era Erica. Me llamaba para preguntarme si quería que me buscara con un paraguas a la estación del subte ya que llovía mucho. Le dije que no se preocupara, un poco de lluvia no me iba a hacer nada; de hecho, ya estaba algo mojado.
Cuando corté, me volví a poner el auricular derecho, conecté la ficha y seguí escuchando a Guillermito -que ya tiene como sesenta y pico-. Me tomó algunos segundos darme cuenta de que el muchacho colombiano seguía ahí, hablando, a pesar de que ya estábamos en la estación Callao. Sin dejar de escuchar la música, empecé a prestarle atención nuevamente. Descubrí que era uno de los pocos que lo hacía; nadie alrededor prestaba mucha atención. A pesar de eso, el colombiano intentaba poner una fingida emoción en su voz y declamaba "[...] el número cinco cinco cinco, cinco cinco cinco... ¡qué coincidencia!". En ese momento descubrí dos cosas, una trivial y otra asombrosa. La primera, la trivial, era que estaba contando un cuento. La segunda fue que, al mismo tiempo que el colombiano mencionaba el número 555555, en la pared de la estación Facultad de Medicina se dejaba ver un cartel promocionando una película llamada 5 . 5 . 5. ¡Realmente era una coincidencia! ¿O, acaso el muchacho había buscado ese impacto a propósito? No lo creí así en ese momento, más bien pensé en que podría haber tomado la idea del número viendo ese cartel que nadie más que él y yo habíamos detectado. El resto de la gente seguía en sus respectivos mundos individuales y mezquinos.
El cuento seguía. "[...] entonces el hombre fue el hipódromo y apostó quinientos cincuenta y cinco pesos al caballo número cinco de la carrera quinta y el caballo, por supuesto, ¡llegó en el lugar quinto!"

Silencio.

El colombiano miró a ambos lados del vagón intentando mantener en su rostro una expresión de simpatía. Dijo "Gracias". Lo repitió. Lo volvió a repetir. No hubo eco. Ni una sola persona sonrió, ni aplaudió o, siquiera hizo un amago de aplaudir. Ni siquiera por compasión. No, tampoco yo aplaudí ni amagué. Una sola palmada hubiese sido suficiente para motivar al resto pero nadie tuvo la iniciativa ni las ganas ni la compasión para hacerlo.

Insistió en agradecer quién sabe qué cosa y pidió que colaboraran con él quienes pudieran o quisieran. Avanzó hacia el lado del vagón que estaba a su izquierda. Nadie mostró intención de rebuscar en sus carteras, bolsos o bolsillos siquiera una moneda. Él entendió que nadie le daría un centavo. Dio la media vuelta, se aferró a uno de los pasamanos con la mano derecha. La mano izquierda, casi por reflejo fue a parar a la parte de la nariz donde se posa la montura de los anteojos. Cerró los ojos, los apretó fuertísimo y tragó saliva. Pasó cinco segundos así. Me pregunté cuánta de la gente que estaba allí realmente veía lo que estaba sucediendo.
Mientras pienso lo que tengo que escribir para contar lo que sigue se me anuda la garganta. Entiendo que el muchacho se sintió completamente abatido, no me siento capaz de imaginar las cosas que pasaron por su cabeza antes de tomar la decisión de arrodillarse en el lugar que antes había sido su escenario de stand up, juntar sus manos en señal de ruego e implorar, llorando, que por favor lo ayudaran, que lo único que quería era poder comprarse algo para comer. La chica que estaba exactamente frente a él, a quien parecía dirigir el ruego, puso cara de horror y miró a un costado para evitar su mirada y sus lágrimas.
Si ya estaba un poco en shock por lo que pasaba hasta ese momento, esta situación terminó de descolocarme. No podía reaccionar. Hacía un minuto que el tipo estaba ahí arrodillado mirando el suelo completamente quebrado. El subte paró en la estación Bulnes y la gente lo esquivó para poder entrar, indiferente, como si hubiese habido una piedra o un mueble en lugar de un ser humano ahí arrodillado.
El tipo al lado mío, el del olor a vino, no soportó más la situación: le extendió un billete de cincuenta pesos (si, cincuenta) y le dijo, "tomá amigo... ¡amigo! ¡tomá!" No sé si se lo dio por compasión, para salvarlo pero su acto posterior fue un mensaje al resto del pasaje. El tipo, agarró su mochila de laburante, se levantó y se cambió de vagón. El colombiano, apretando fuerte entre sus manos el billete de cincuenta, se sentó en un asiento y se quedó ahí mirando el suelo, tapándose la cara con una mano.
Una señora del otro lado del vagón buscaba en su celular algún dato y lo anotaba en un papel. Suspiró. Cuando el colombiano levantó la vista por fin, le hizo ademán para que se acerque y le dio el papel. Algo más le dijo, algo acerca de algún trabajo. En la estación Palermo, con el billete en una mano y el papel en la otra, se bajó del subte y supongo que más de uno habrá respirado aliviado. Yo descubrí que tenía los auriculares de adorno porque los tangos se habían terminado hacía rato...

3 comentarios: